Hoy me desperté muy temprano para ir a Café Benazio.
Benazio está 15 minutos caminando de mi piso. Es frecuentado por una clientela joven y de aire bohemio.
Me gusta su terraza, sentarme y ver pasar el tiempo y a la gente -sobretodo con la brisa de la mañana- es uno de mis placeres en Estambul.
Ves a la señora de la frutería poner las frutas frescas en la estanterías , ves pasar al señor con su carreta en donde lleva cosas que vende y que ha recogido a su paso (desde relojes hasta cargadores), ves pasar a viajeros que llevan su mochila y que van tomando fotos.
Y, lo que más me gusta, es observar la tienda de pides (pizza turca).
El señor que atiende la tienda tendrá unos 70 años, y tiene un ayudante que saca más y más pides de un horno y los pone en una estantería.
A veces siento que el señor me reconoce y, cuando voltea a verme, asiente su cabeza como saludándome.
Un día, sentado en la terraza del café, un desconocido se sentó en la otra silla de mi mesa sin más y pidió un té.
Dentro de mi cabeza pasaban muchas preguntas: ¿quién es? ¿Por qué se sentó en mi mesa sin preguntarme?
Pasaron 10 minutos, ambos observábamos el pasar de la calle, sin decir ninguna palabra.
El joven se terminó su té, pagó y se fue. Sin más.
Esto me hizo darme cuenta del individualismo al que estoy acostumbrado en Occidente, y al pensar que por el simple hecho de sentarme en una mesa ‘es mía y es mi espacio’.
Agradecí en mi mente al desconocido, pagué mi té y seguí mi camino.
Así las mañanas en Café Benazio.

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